jueves, noviembre 12, 2009

GERMANÍA DE TEATRO

"germanía. (Del lat. germanus, hermano) f. Jerga o manera de hablar de ladrones y rufianes, usada por ellos solos y compuesta de voces del idioma español con significación distinta a la verdadera, y de otros muchos vocablos de origénes muy diversos./ 2. amancebamiento./ 3. En el antiguo reino de Valencia, hermandad o gremio./ 4. Germ. Clase de rufianes./ 5. fam.. Albac., And. y Cuen. Tropel de muchachos."

Diccionario de la Real Academia de la Lengua.

la verdad

Al término "hazlo de verdad" no le tengo ningún aprecio. Cuando un
director (no un verdadero maestro) dice o pide algo de esto, siempre
siempre me lo imagino un domingo con su mujer en su bonito jardín,
pintando láminas de bodegones de esos de los que se ve hasta la gota de
barniz, la silla, la mesa, el pañuelo con sus plisados.
Casi nadie te pide cosas que tengan que ver con tu imaginación o la
creatividad. Creo que es un defecto del cine. Un actor, esté afortunado
o no en los resultados que ofrece siempre lo hace de verdad. Y ahí
empiezan a confundirnos. Un actor como cualquier artista realiza un
acto de creación único, pues el artista usa su potente imaginario para
realizar su trabajo, y a través de su cuerpo reproduce lo inventado por
él. ¿Hay un acto más verdadero que este? Yo no quiero preocuparme de
"esa verdad verdaderosa", "ese apaño fácil a la hora de pedirle al
actor". Me gustaría más que se abrieran mundos en la cabeza del
director, que sintiera ráfagas de calor, olor, color,a través de las
palabras de mi director que supuestamente ha experimentado la gracia de
expresar un texto teatral.
Creo que de lo único que deberíamos preocuparnos es de enriquecer y
desarrollar nuestra fuerza creadora, y procurar tener nuestro cuerpo
disponible(entrenado)y capaz de asumir lo que queremos expresar. De ahí
surge el único compromiso con nuestra profesión: tener el instrumento
lo más afinado posible y utilizarlo para sostener nuestra fuerza
creadora. Poco a poco vamos asumiendo, que el imaginario de un actor,
no está en la cabeza, ni son sólo las bonitas imágenes que aparecen en
nuestra pantalla mental (para el que la tenga o la use...) sino en todo
el cuerpo. Todo el cuerpo imagina y así entra en la verdad de lo que
pasa.
Un actor es el único ser que deja de ser él por un momento y se
transforma en Beltrán, una noche, un susurro, Ofelia, la boca de un
coro, el baile de la Jácara, la mirada de un numantino. Eso siempre va
a ser verdad. Pues así lo acreditan millones y millones de espectadores
que vuelven una y otra vez a los teatros a preguntarnos que significa
"La vida es sueño", "Pic-Nic", "Las Galas del Difunto", "El Golfo de
las Sirenas", "El Alcalde de Zalamea"...
Así que no nos queda más remedio que hacerlo de verdad ¿no?


maikel

LA ISLA DE LOS MUERTOS


El arte de recitar

el Mundo 07-06 2000



¿Cómo hay que interpretar el verso en nuestros días? A falta de un método que sirva de referencia a nuestros actores, aquí cada uno hace lo que puede, como muestran los diferentes dramas poéticos producidos esta temporada. Quizás siempre fue así, un díficil arte transmitido por tradición oral que, según algunos, ya exige se codificado.


Cuenta Adolfo Marsillach en sus memorias que cuando se presentó en Buenos Aires con el primer montaje de la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC), El médico de su honra, Miguel de Molina le dió la clave de lo que le iba a ocurrir en un futuro al frente de la compañía: “Mira Marsillach, el teatro clásico no se hace así”, le espetó el cantaor. “¿Y cómo se hace?”, preguntó el director. “Gritando, el teatro clásico se hace gritando”, respondió el artista. Marsillach continúa en su libro que “lo que Miguel de Molina quiso aclararme fue que los versos tienen que declamarse -no en balde existieron en nuestro país los encorsetados Conservatorios de Música y Declamación-, insistiendo en el énfasis y en la musicalidad de su ritmo para provocar el aplauso de los espectadores.”

Precisamente esa declamación romántica y decimonónica era lo que Marsillach, para ese estilo propio de decir el verso que buscaba para la nueva compañía, quería evitar. En 1989, la CNTC puso en marcha una Escuela de Teatro Clásico e invitó a actores del género a impartir unas clases magistrales: María Jesús Valdés, Amparo Rivelles, Jesús Puente, Fernando Fernán Gómez. Pero, en 1992 el propio Marsillach se cargó la escuela y, según dice en sus memorias, “pienso que me equivoqué”. Desde entonces ni la CNTC ha encontrado un estilo propio ni parece que esas sean sus intenciones actuales.

La tradición oral

Al margen de la compañía, el arte de actuar en verso sigue siendo hoy un asunto que parece depender más de la intuición y las cualidades innatas de cada actor o de una compañía que de una escuela . Quizá siempre fue así: una arte transmitido por tradición oral. Aunque hay que señalar el intento de la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid (RESAD) de sistematizar estos estudios a través del Master de Teatro Clásico que imparte. O el magisterio que han ejercido algunos profesores y actores como Josefina García Aráez, Alicia Hermida o compañías como la de Zampanó Teatro.

Así las cosas, varias producciones de esta temporada confirman las diferentes actitudes que reinan a la hora de decir el verso. Por un lado, La dama duende, la coproducción de la CNTC con Pentación que ha dirigido Alonso de Santos, reúne un elenco desajustado a la hora de enfrentarse a los versos de Calderón. En No son todos ruiseñores, el Lope de Vega de la compañía Noviembre Teatro dirigido por Eduardo Vasco, hay una búsqueda por decir el verso de forma inteligible y natural pero sin entonación. La vida es sueño de Calixto Bieito no muestra precisamente una preocupación por la formalidad del verso, sino por las acciones físicas. Baraja del rey don Pedro, de Agustín García Calvo y dirigida por José Luis Gómez, reúne unos intérpretes bien orquestados, que busca un tono entre coloquial y elevado. Y Cyrano de Bergerac, dirigido por Mara Recatero y Perez Puig, el poema dramático más largo de todos los mencionados, que cuenta con el experimentado Manuel Galiana.

Ernesto Caballero, que ensaya durante estos días con actores del Master de la RESAD la comedia mitológica de Calderón El mostruo de los jardines, no cree que exista ni que haya existido nunca eso que se entiende como un estilo. En su opinión, hay actores que le han emocionado con sus versos, lo que le lleva a pensar “que tal vez existan múltiples formas y todas válidas y valiosas de actuar el verso, una por actor, si son capaces de transmitir la oportuna emoción artística”. Pero añade que otra cosa es la tradición: “La tradición en el Arte goza de muy mala fama y el teatro no podía ser menos. Esto ha supuesto que hayamos renegado de su carácter artesanal para zambullirnos con regocijo en las procelosas aguas de un océano de escuelas y recetas de última hora que ha preferido explorar en el actor los más accesorios e insignificantes aspectos de su noble disciplina para desentenderse, cuando no para condenar abiertamente a la Cenicienta de toda esta historia: la palabra. Y de la palabra poética, ya para qué hablar”.

Vicente Fuentes, asesor de verso del teatro de La Abadía y profesor de la RESAD, también defiende un teatro basado en la palabra. él es partidario de crear, al igual que hicieron los ingleses, un método o diseño que sirva de referente a los actores que hoy deben interpretar en verso: “En 1949 los ingleses idearon un diseño para decir a Shakespeare, adoptando el modelo de la BBC. Ese modelo es el que ha mantenido y prevalece en la Royal Shakespeare Company y que diferencia su teatro del que puedan interpretar los americanos por ejemplo”.

Referente para los actores

Fuentes encuentra ventajas en tener un modelo que sirva de referente a los actores: “Los únicos datos que tenemos sobre la interpretación en verso en nuestro país es la tradición neorromántica que se ha prolongado hasta los años 50, pero no nos sirve porque está basada en el énfasis y la autoexcitación. Era un modelo que no da valor a la palabra, sino que la encadena y la atenaza”. Por eso, ese estilo o forma que habría que inventar, según él, debe ir por un camino opuesto, “debe creer en la palabra como trampolín para el actor. La palabra es el medio a través del cual articulamos nuestro pensamiento y ésta debe brotar como energía del pensamiento, no conectada con el volumen o el enfásis como antaño”. Su interés se centra en que una actuación en verso, ante todo, tiene que comunicar y, luego, mostrar un equilibrio entre coloquial y elevado.

Frente a los que defienden la naturalidad se sitúa Fernando Urdiales, director de la compañía de teatro clásico Corsario, y que considera el verso como un artificio que busca un lenguaje no naturalista, tal y como le enseñó su profesora Josefina García Aráez. “Nuestros clásicos escribieron en verso para encandilar a un público que hablaba un lenguaje vulgar y, por tanto, es un error pretender decirlo de forma natural”. Urdiales cree que “el público entiende mejor las obras en verso si se respeta éste porque están construidas con una técnica rítmica y musical para la comprensión de los contenidos. No soy partidario de la declamación antigua, retórica e impostada, sino que el actor debe hacer suyos los versos y proyectarlos en la acción”. Y concluye, “para mí las obras que Pilar Miró dirigió para la CNTC y su película El perro del hortelano, en la que estuvo asesorada por Alicia Hermida, es un ejemplo modélico”.



Liz PERALES








INFAME Y MAL HECHO


En primer lugar, no veo mucho teatro del que se hace, aunque por desgracia me lo imagino. En segundo lugar, más de una vez ha tratado de mostrar, ya desde los primeros festivales de Almagro, cómo nuestro teatro del Siglo de Oro es sencillamente infame y mal hecho (así que su producción actual no puede servir ni para deleite ni para descubrimiento, sino para hacer cultura), como teatro hecho para entretener a lo que Lope mismo llama el vulgo necio. Entre las cosas desgraciadas de ese teatro está el que tuvo que escribirse en versos sumamente impropios para la función dramática, principalmente de octosílabos y peor todavía cuando venía cargado de rimas consonantes. Con esa desgracia tienen que habérselas los pobres actores a los que se les quiere hacer “decir verso”, de tal manera que si, como las más veces, tratan de disimularlo y soltarlo como prosa, malo; y si tratan de pronunciar las redondillas, décimas y demás artillería consonántica, pues peor aún. Eso no tiene que ver con la cuestión del verso dramático en general: los versos del teatro antiguo en sus partes no cantadas, los de Shakespeare o los dramas alemanes son en general formas de ritmo adecuadas a la acción dramática (drâma quiere decir acción), y así por mi parte he tratado de hacerlos y hacerlos sonar en las pocas ocasiones en que esos dramas míos subían a las tablas; y así también con las varias hornadas de actores de La Abadía he tratado una y otra vez de que el ritmo de esos versos dramáticos suene en el aire (declamado unas veces, otras cantado, otras en la producción intermedia que llamo melopeya) y que al sonar arrastren consigo el resto de las acciones dramáticas, gestos, pasos, entradas y salidas; porque el ritmo (que no tiene que ver nada con la versificación literaria por ejemplo de nuestro Siglo de Oro) sí que tiene que jugar en el teatro, como juego con el tiempo que suelo llamarlo, juego del tiempo de la representación contra el tiempo de lo representado. Por desgracia este intento va contra la corriente de los tiempos, que trata de reducir ese juego del teatro a mera literatura sobre la escena; por eso cuesta conseguir que aunque sea en parte los actores puedan lanzarse a esa visión declamatoria: generalmente domina una especie de vergüenza de declamar (no digamos canturrear o hacer melopeya) y la tendencia a la dicción natural y expresiva, o sea como en el cine. Pero habría que recordar, aunque sea en contra de los tiempos, que el teatro es arte, por tanto, artificio y no naturaleza ni realidad y que ese es el sentido del juego con el tiempo de que he hablado, que es al mismo tiempo un procedimiento de descubrimiento de la falsedad de la realidad. Eso es lo que deseaba que pudiera ser el teatro.


Agustín García-Calvo

¡ALTO!


(esta imagen es gentileza de Elenna Olivieri)




Martes, 10 de octubre de 2000

MANUEL HIDALGO | ZOOM, el Mundo

Decir el verso


“Se han estrenado dos calderones, y los críticos, como siempre, elucubran sobre cómo han de decir el verso los actores, los cuales, a su vez, bajo la batuta del director, habrán sufrido lo suyo para encontrar el modo, la dicción, el fraseado, el silabeo, el ritmo y todo lo demás.

Este asunto del verso es tema fijo, un par de líneas o tres, en las consideraciones de la crítica ante una pieza de teatro clásico. La crítica nunca se queda satisfecha: o todos los actores lo dicen mal, o unos lo dicen mal y otros lo dicen bien, pero nunca el dichoso verso hace felices a los críticos.

Por mi parte, como espectador corriente y esporádico del teatro versificado, debo decir que casi nunca he entendido nada.

Este es el momento en que aún no sé cómo quieren los críticos que se diga el malhadado verso, aunque ya me he dado cuenta de que siempre quieren que se diga como nunca se dice, lo cual no es decir mucho.

Pero, sin duda, algo de razón deben de tener los críticos, aunque yo nunca entienda lo que pretenden, porque lo que, desde luego, tampoco entiendo, a veces durante minutos y minutos, es el verso mismo, o sea, lo que los actores dicen.


¿No será que el verso mismo es un lenguaje totalmente trasnochado e inasequible para el oído y las entendederas actuales?, ¿no será que el teatro clásico mismo se ha quedado anticuado y no sirve para explicar nada al hombre de hoy?

Esto es una herejía, claro, pero tal vez haya que admitir que la relación entre el tiempo dedicado a una representación, las miles de palabras empleadas en poner en pie el argumento y las ideas que se tratan de comunicar y lo que el espectador saca en limpio no guardan proporción directa.

Esto parecen entenderlo, secretamente, los directores de escena, de modo que van a lo único posible: la creación de un espectáculo visual y sonoro, de una sugerencia plástica que complazca, y punto.

Muchas veces no se sigue bien la trama, no se comprenden los conflictos entre los personajes y ocasiones no faltan en las que no es fácil seguir ni siquiera el asunto central de la pieza. Otra herejía: ¿no sería bueno, como en la ópera, proporcionar al espectador un detallado resumen argumental para leer previamente?

La gente aplaude los fragmentos que aprendió en el colegio. ¿No queda eso un poco patético? Esa reacción responde al gozo de reconocer algo entre una maraña indiscernible. ¿No es una superstición pretender que todo lo que fue grande en el pasado tiene que estar vigente hoy?”

BLOG DE ERNESTO ARIAS

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