(esta imagen es gentileza de Elenna Olivieri)
Martes, 10 de octubre de 2000
MANUEL HIDALGO | ZOOM, el Mundo
Decir el verso
“Se han estrenado dos calderones, y los críticos, como siempre, elucubran sobre cómo han de decir el verso los actores, los cuales, a su vez, bajo la batuta del director, habrán sufrido lo suyo para encontrar el modo, la dicción, el fraseado, el silabeo, el ritmo y todo lo demás.
Este asunto del verso es tema fijo, un par de líneas o tres, en las consideraciones de la crítica ante una pieza de teatro clásico. La crítica nunca se queda satisfecha: o todos los actores lo dicen mal, o unos lo dicen mal y otros lo dicen bien, pero nunca el dichoso verso hace felices a los críticos.
Por mi parte, como espectador corriente y esporádico del teatro versificado, debo decir que casi nunca he entendido nada.
Este es el momento en que aún no sé cómo quieren los críticos que se diga el malhadado verso, aunque ya me he dado cuenta de que siempre quieren que se diga como nunca se dice, lo cual no es decir mucho.
Pero, sin duda, algo de razón deben de tener los críticos, aunque yo nunca entienda lo que pretenden, porque lo que, desde luego, tampoco entiendo, a veces durante minutos y minutos, es el verso mismo, o sea, lo que los actores dicen.
¿No será que el verso mismo es un lenguaje totalmente trasnochado e inasequible para el oído y las entendederas actuales?, ¿no será que el teatro clásico mismo se ha quedado anticuado y no sirve para explicar nada al hombre de hoy?
Esto es una herejía, claro, pero tal vez haya que admitir que la relación entre el tiempo dedicado a una representación, las miles de palabras empleadas en poner en pie el argumento y las ideas que se tratan de comunicar y lo que el espectador saca en limpio no guardan proporción directa.
Esto parecen entenderlo, secretamente, los directores de escena, de modo que van a lo único posible: la creación de un espectáculo visual y sonoro, de una sugerencia plástica que complazca, y punto.
Muchas veces no se sigue bien la trama, no se comprenden los conflictos entre los personajes y ocasiones no faltan en las que no es fácil seguir ni siquiera el asunto central de la pieza. Otra herejía: ¿no sería bueno, como en la ópera, proporcionar al espectador un detallado resumen argumental para leer previamente?
La gente aplaude los fragmentos que aprendió en el colegio. ¿No queda eso un poco patético? Esa reacción responde al gozo de reconocer algo entre una maraña indiscernible. ¿No es una superstición pretender que todo lo que fue grande en el pasado tiene que estar vigente hoy?”
 
 
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